El 18 de abril de 1942, el territorio continental japonés fue objeto por primera vez de ataques aéreos. Dieciséis bombarderos B-25 lanzados desde un portaaviones estadounidense bombardearon Tokio, Kawasaki, Yokosuka, Nagoya, Yokkaichi y Kobe. La ira pública creció a fuego lento cuando se llevaron a cabo "ataques contra civiles" prohibidos por el derecho internacional. En una reunión del mando militar, a la que asistió el príncipe Takamatsu, se decidió que: "Debemos tomar represalias a toda costa y también llevar a cabo un ataque aéreo en el territorio continental de Estados Unidos".
Entre las más extravagantes aventuras de la II Guerra Mundial está la del aviador japonés Nobuo Fujita, que, despegando desde un submarino, trató de incendiar a bombazos los bosques de Oregón en el único ataque aéreo que ha sufrido el territorio continental de EE UU hasta el 11-S.
Cuando aquella mañana del 9 de septiembre de 1942 el sargento especialista y aviador de la Armada Imperial japonesa Nobuo Fujita, de 31 años, trepaba a la carlinga de su aeroplano, con cierta dificultad, pues ceñía espada de samurái, era muy consciente de que estaba haciendo historia.
El problema era que no podían acercarse con un portaaviones a las costas americanas sin correr el grandísimo riesgo de que fuera hundido. Así que si el único barco que se podía acercar lo suficiente era un submarino: ¿porqué no llevar un avión transportado en un submarino?.
Era una cuestión más complicada de lo que hoy parece, el piloto Nobuo Fujita, quien, desde un submarino porta-aviones I-25, tecnología usada por Japón, tenía que transportar un hidroavión desarmado en el sumergible y en menos de una hora instalar la catapulta de lanzamiento en la cubierta para lanzar el avión totalmente listo.
De esta manera, fue lanzado desde el mar para acercarse hasta 80 kilómetros del objetivo, partiendo en su hidroavión Yokosuka E 14 y llegar hasta las costas de Oregon donde lanzó bombas incendiarias sobre el bosque y llegó a tocar un objetivo militar.
Pero en realidad ... nada de eso causó un real daño, su nave, que permitía un piloto y un navegante de reconocimiento -- Shoji Okuda, quien moriría en acciones futuras, era más parecida a un planeador que a un bombardero, y en cuanto a daños a la instalación militar, sólo se trató de la destrucción de una cancha de baloncesto.
Vecinos del pueblecito de Brookings y guardabosques siguieron con lógica preocupación las evoluciones del avioncito japonés, y se dio la alarma, incluso al FBI.
En cada una de sus dos excursiones sobre territorio yanqui lanzó seis bombas de 76 kg, que dispersaban 520 bolitas incendiarias en un área de 90 m2. Y como dijimos antes por suerte nada de daños mayores.
Pero la hazaña, en realidad fue Fujita y su copiloto, pudiesen salir con vida y llegar hasta el submarino nuevamente, para volver a lanzar el avión la mañana siguiente y volver a atacar.
La parte bonita de la historia de Fujita viene después de la guerra (en la que continuó volando desde submarinos hasta que en 1944 le transfirieron al adiestramiento de kamikazes, un destino sin mucho futuro). En 1962, el viejo piloto reconvertido en comerciante de metales recibió una invitación para viajar a Brookings.
Temiendo que fuera para juzgarle por crímenes de guerra, se llevó su espada, por si había que hacerse el haraquiri.
Con gran sorpresa por su parte, le recibieron con simpatía.
Tanta, que decidió regalar al pueblo el sable de su familia -el que llevó en sus vuelos-, que se exhibe en el Ayuntamiento de la localidad.
Fujita regresó varias veces al pueblo, del que fue nombrado ciudadano honorario, e incluso volvió a volar sobre los parajes de su ataque y plantó un árbol -un retoño de secuoya- en el lugar exacto donde cayó una de sus bombas. En 1997, cuando Fujita murió de cáncer de pulmón, su hija Yoriko enterró parte de sus cenizas entre los bosques que el samurái aviador quiso un día incendiar.